Durante el reciente secuestro domiciliario, un amigo me envió por whatsapp la foto de unos jóvenes Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso posando, sonrientes y exultantes, en un bar de copas. Gastaban como un aire ingenuo y gilipollesco, ese que uno tiene cuando todavía quedan restos de hormona del crecimiento en el organismo y no ha atacado bien la veintena. La placa debía datar de principios del milenio y mi amigo me pidió que identificara el garito que se percibía al fondo de los fotografiados. Difícil de decir. Sin embargo, examinando la imagen, cambié el ánimo coñón por una invasión de nostalgia.
Me acordé de aquellos tiempos "burbujistas" y felices donde, a pesar de ZP, teníamos la impresión de que las faltriqueras estaban medio llenas y sólo habíamos conocido tímidas crisis económicas; aquellos tiempos donde no sabíamos lo que era el deep state o las cloacas, que lo mismo valen para un Trump que para un podemismo; tiempos donde el ladrón político robaba como Dios manda, por derecho, y no te vendía "cajas solidarias" o un "asalto a los cielos" para luego inflar un 300% la partida de obra del aire acondicionado en la sede del partido; tiempos donde supuestos filántropos y ciertos plutócratas se preocupaban un poco menos por tu condición sexual, tu carnet de vacunación y el color de tu piel; tiempos donde hicimos de Jiménez Losantos, al frente del programa matinal de la COPE, nuestro maître à penser. Tiempos, en definitiva, materialistas y de un gran vacío que muchos vivimos traicionando ciertos principios y con una mentalidad de lila. Sin embargo, mirando más la instantánea me vinieron a la cabeza otras imágenes:
Recordé el aspecto entre cortijero y provenzal que gastaban algunos sitios pijos de cubateo barriosalmantino o chamberilero. Hoy nos reímos de Taburete pero recordé cómo, entre hits de Paulina Rubio, Pereza o cualquier ritmo caribeño post "Venao" y prereggaetónico -si el "Rapper's Delight es el abuelo del hip-hop, "El Venao" lo es del reggaetón-, uno iba perfilando estrategias para ligar que quedaban en nada la mayoría de las veces. Me invadió de nuevo el espíritu del cazador-recolector. Me acordé de que no necesitábamos Tinder y de cómo segmentábamos el temita sicalíptico por aquel entonces en algunos locales nocturnos de Madrid.
Por ejemplo, la azafata de Air Plus que paraba en sitios como Fortuny o Snobíssimo era una especie de unicornio. Air Plus era una compañía aérea que tenía como destino prioritario el Caribe y basaba su política de recursos humanos, por lo menos en lo que tocaba a sus tripulantes de cabina, en repugnantes criterios machistas que excluían toda diversidad, inclusividad y belleza no normativa. Vamos, que las jais eran de llamar la atención. Nadie en su sano juicio se hubiera saboteado una noche loca en un piso cercano al aeropuerto de Barajas. Un escalón por debajo estaba la niña mona local, o la de provincias que había estudiado la carrera en Madrid y vivía su particular success story ganando 30k€ anuales trabajando de sol a sol para un despacho, multinacional o consultora de renombre. Estas últimas eran peligrosas porque igual querían algo menos fugaz que las primeras. Solían compartir piso con amigas en alguna zona triste del Barrio de Salamanca o asimilado. Por último, el premio de consolación lo conformaba todo un conjunto de chorbas de vida afectiva complicada o divorcios más o menos recientes que buscaban su mirlo blanco en garitos llenos de canallitas y aprendices de canallita. Igual que si una ternera recién parida asomara la patita en una zorrera: aquello era imposible que acabara bien. Había sitios especializados en este tipo de interacción donde se reunían a altas horas de la madrugada todos los restos de serie de ambos sexos. En las últimas horas de oscuridad, medianamente alcoholizados y al ritmo de "Soy un truhán, soy un señor" igual sonaba la flauta y algunos podían acabar, malamente y una hora más tarde, haciendo una faena de aliño en un piso del Barrio de la Concepción o en uno de una calle extraña por la zona de Arturo Soria.
Supongo que la vida sigue igual, pero la noche madrileña que aspiraba ser de campanillas a principios del milenio era una cosa cansada, bastante poco empática y donde hasta el más feo tenía espíritu de guapérrimo y echaba perros hasta perder rehalas enteras. Aquello era un universo muy poco igualitario y darwinista: sólo las especies más adaptadas al medio sobrevivían. El canallita random era el rey del ecosistema cuando no andaba cerca algún futbolista de renombre, torero o personaje de buen ver con derecho a salir en las revistas de cotilleo. Estos últimos podían frecuentar zonas reservadas en ciertos locales que, por arte de magia, se llenaban de mujeres neumáticas para delirio de los aprendices de canallita que quizás no entendían que su sueldo de gestor de patrimonios en una caja provincial no daba para mantener ciertas bocas siliconadas... Y es que dentro de la noche premium matritense había distintos tipos de locales y ecosistemas que podían ir desde el clasicismo más absoluto, heredado de los bares de cócteles anteriores a la guerra, hasta el orientalismo de palo, pasando por discotecas de decoración neobarroca al gusto futbolístico de entonces.
Supongo que la vida sigue igual, pero la noche madrileña que aspiraba ser de campanillas a principios del milenio era una cosa cansada, bastante poco empática y donde hasta el más feo tenía espíritu de guapérrimo y echaba perros hasta perder rehalas enteras. Aquello era un universo muy poco igualitario y darwinista: sólo las especies más adaptadas al medio sobrevivían. El canallita random era el rey del ecosistema cuando no andaba cerca algún futbolista de renombre, torero o personaje de buen ver con derecho a salir en las revistas de cotilleo. Estos últimos podían frecuentar zonas reservadas en ciertos locales que, por arte de magia, se llenaban de mujeres neumáticas para delirio de los aprendices de canallita que quizás no entendían que su sueldo de gestor de patrimonios en una caja provincial no daba para mantener ciertas bocas siliconadas... Y es que dentro de la noche premium matritense había distintos tipos de locales y ecosistemas que podían ir desde el clasicismo más absoluto, heredado de los bares de cócteles anteriores a la guerra, hasta el orientalismo de palo, pasando por discotecas de decoración neobarroca al gusto futbolístico de entonces.
Como toda aventura nocturna que se precie, el sitio que se elegía para tomar las dos -o tres- primeras copas no era muy grande. Dentro se solía respirar un ambiente tranquilizador. Había algunas caras familiares y abundaban los pantalones crudos y las camisas oxford. La endogamia radical era importante en esta fase ya que daba seguridad al canallita que, pelotazo mediante, se iba transformando en el cantamañanas ideal. Había que tener cuidado si el local empezaba a hacerse demasiado conocido. La mención en una revista o un exceso de boca a boca terminaría por llenar el sitio de replicantes. Aquí tengo que hacer un inciso: el replicante es un personaje fundamental para conocer el grado de maduración de tu negocio de copas o restaurante. En el universo del postureo, son el signo de que uno está muriendo de éxito y de que va a perder a su clientela original, la que conoce los códigos de la casa, que irá al próximo garito que se parezca al anterior, pero con menos metrosexuales y secretarias de dirección por metro cuadrado. No me malinterpreten. Es simplemente la imagen de una época y se lo dice un ex-tendero y ex-metrosexual (Esperanza Ruiz que me soportaba entonces, y ahora, puede dar fe de todo ello).
El caso es que las escaramuzas afectivas que se iniciaban en este tipo de sitios solían ser de calidad. Calidad y escaramuzas que se iban degradando según avanzaban las horas y el número de cubatas. Obviamente, a partir de la una o dos de la mañana uno cambiaba de localización y aunque el lebensraum parecía aumentar, no era así. Una comprensible y habitual mala gestión de los aforos provocaba un "ensardinamiento” insoportable y alguna que otra pendencia donde a los canallitas les salía su lado más warrior del este de Chamberí. Estas berreas, que solían acabar en nada, era mejor disfrutarlas desde la distancia y realizando una encomiable labor de taxidermia con alguna incauta (que no solía dar frutos). El circulo infernal se cerraba, horas después, en cualquier vertedero afectivo. En Madrid, éste se situaba en Arapiles y era mejor no llegar al momento donde pinchaban sevillanas o Julio Iglesias, señal de que ya era demasiado tarde y que la única compañía que uno iba a tener era el bocata de calamares de El Brillante en Eloy Gonzalo.
A pesar de todo lo anterior, no todos los recuerdos son buenos y creo que lo escrito es menos un homenaje a cierto tipo de farra nocturna que a una época reciente algo más liviana. Espero no haber ofendido con mis recuerdos. En mi descargo sólo puedo decir que ya no quiero bailar toda la noche, ni ver tu foto en blanco y negro, ni contemplar el edificio Windsor en llamas a la vuelta de un escarceo nocturno. Sin embargo, pienso que nada de esto fue un error.