Te imagino a los treinta. Cierro los ojos y veo una pancita
apenas perceptible pero que te proporciona más felicidad de la que imaginabas.
Te siento llena de miedo y exultante de alegría. Finjo sorpresa cuando me
entregas una caja con patucos para que no sepas que te vi antes- te dejaste la
puerta del baño entreabierta- acariciando esa curva, ciñéndote el vestido y
comprobando tu perfil. Me haces sentir el hombre más afortunado de este mundo
que se va al carajo. Nosotros llegaremos con retraso, tenemos una nueva vida
que cuidar. Que nos esperen.
Te imagino a los veintitrés. Me envías un mensaje al móvil.
Que vienes a cenar. Que si puedo poner champán a enfriar. Lo tuyo nunca han
sido las sorpresas, sé que hoy te daban la última nota de la carrera. Que tenías
miedo porque en el último ejercicio la cagaste ajustando la estequiometría de
la reacción. Yo no entiendo nada de lo que dices pero asiento poniendo cara de
preocupación y esperanza a la vez. Murmuro que claro, que la estequio –lo que
sea- es muy importante pero que quizás el profesor no lo tenga en cuenta por
ser el último examen.
Lo has conseguido, nena. El champán del supermercado me sabe
como debe saber el francés caro.
Me siento especialmente orgulloso de ti a los veinte. Has
empezado a colaborar con una asociación de discapacitados del barrio. Empleas
tus días de descanso en su ocio. Llevas de excursión a esos chicos en sillas de
ruedas y les enseñas canciones. Quién iba a decirme que esos chavales harían
brillar tu mirada cuando solo cinco años atrás te escapabas por las noches de
casa y volvías a los dos días con el corazón roto, alcohol en la sangre y
telarañas en los ojos. Luego pasabas una semana llorando, sin comer y gritando
que la vida era una mierda.
Siempre he sido muy torpe pero en esos momentos hice lo que
mejor se me da: abrazarte fuerte y mantenerme callado. A mí también me parecía
todo una mierda pero sentía que mientras tú estuvieras yo aguantaría. Esperaba
que tú pudieras agarrarte a mi abrazo y trepar por él. Te quedaba toda la vida
por delante.
Recuerdo cómo lloré una noche cuando tenías ocho años.
Habías perdido un libro del colegio y yo te eché una bronca. Aguantaste en
silencio, solo se te escapó una lágrima. Te dije que si no te enterabas de que
no teníamos dinero. Que yo llevaba meses sin trabajar y que tenías que
espabilar. Que comprar un libro nuevo era un lujo que no me podía permitir. Di
un puñetazo en la mesa, tiré una silla y te mandé a tu cuarto. Más tarde me
llamó tu profesora. Me dijo que eras la única niña de la clase que no tenía
mochila y que cargabas resignada todos los días los libros en tus brazos como
podías.
Juré que nunca más te faltaría nada. Así fue como me
salvaste la vida.
¿Tengo fotos de cuando tenías tres años y coletas rubias? Me
moría de la risa con tus balbuceos y tu lengua de trapo. Decías que tenías ziebre cuando estabas malita y te
encantaba la canción de cuna de Brahms y Madre Tierra de Chayanne. Y siempre te
las apañabas para que te comprara gusanitos aunque estuvieras castigada por no
haberte acabado el puré.
Te imagino recién nacida. Colorada como si la vida no
tuviera suficiente con tu cuerpecito para abrirse paso y salir a llenar el
mundo. Con un llanto desgarrado que anuncia dolor y con una luz en los ojos que
ilumina mi noche.
Te imagino, hija. Nunca supe de ti, siquiera que fuiste concebida.
Que decidieron que no nacerías.
No pudiste salvarme la vida.
2 comentarios:
Precioso ��
Gracias!
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