domingo, 10 de marzo de 2019

Siete minutos

Ese botón extra desabrochado no hacía otra cosa que confirmarme que nadie le había dicho nunca que tenía una mirada preciosa. Hablaba rápido, estaba nerviosa. No se daba cuenta de mis esfuerzos por mantener la pierna quieta, apoyando toda la planta del pie sobre el suelo. Traté de clavarme las uñas en el muslo, por si el dolor ayudaba a relajar el temblor. Fue inútil. Además, debía centrar mi atención en su discurso, no quería contestar obviedades. Tenía muy poco tiempo y si soltaba una tontería podía darme por amortizado.
Volvamos a ella. Había superado lo de su ex, decía. O sea, le dolía cada noche. Estaba pisando todos los charcos posibles. Hablar de otras relaciones era hacer saltar por los aires una cita con amonal, eso es de primero de soltero.
Política y religión eran  NoGo Zones pero es que los asuntos de entrepierna pasados eran un suicido en Waco. Eso lo ponía en el panfleto de las citas rápidas y lo decía el sentido común del menos avezado en estas lides.
Pero en fin, yo estoy curtido y mírame, con la pierna arriba y abajo como un adolescente pidiendo preservativos en la farmacia.

El local es lúgubre y su mirada lo hace nuevo. Su voz es suave y ella está desconcertada porque no miro a su escote. La boca roja, las uñas a juego y yo quiero su alma. Recomponer sus trocitos, que ella ha pegado con Pritt para venir aquí esta noche.
Decirle que se nota que no tiene 38 y que me da igual. Que no le explico que tengo ganas de pegar al cabrón que apagó sus ojos porque ella espera que me parezca que está buena y no que me enternezca su derrota.
Al fin y al cabo, yo estoy haciendo lo mismo. Impostando un ganador. “Inversor de fondos extranjeros” he escrito en mi tarjeta. Enseñar pisos de los que nunca podría pagar la cuota de comunidad a venezolanos con pasta manchada de dictadura es la fórmula desarrollada de mi curro, pero no me cabía. Decir que estoy muerto de soledad y hastío tampoco me cabe en la boca. Este bareto es lo peor y yo me estoy enamorando.

Me habla de que su madre no la deja vivir, de los hombres que la pretenden, de que es jefa de departamento. Sus manos se mueven tanto como mi pierna y sé que es una buena chica maquillada de despreocupación. Temo que si no ponen el aire acondicionado ya, voy a empapar la camisa de Ralph Lauren.

Maldigo al dueño de este antro, un hombre tosco y sin escrúpulos que gana dinero con cada cerveza que paga mi soledad y su desesperación. Ha fotocopiado unas cuartillas en blanco y negro con las instrucciones y sus correspondientes faltas de ortografía y comprado rosas de plástico de los chinos para las mesas. Y es en este escenario donde quiero cogerle la mano y susurrarle que salgamos corriendo sin pagar y sin mirar atrás. Me quedan dos minutos y ella me dice que tiene una carrera en las medias, que qué desastre. Y yo no quiero mirar sus piernas porque quiero vivir en sus ojos.

-         Cambio de pareja, chicos- grita el gilipollas del organizador apretando una especie de timbre de bicicleta.

Me incorporo, le doy dos besos y le digo “guapísima”. Sonríe por primera vez en los siete minutos de cita.
Me siento de nuevo y cojo el boli. Escribo un NO al lado de “Marilyn”. Ella nunca entendería que me enamoré de su alma.


Te imagino

Te imagino a los treinta. Cierro los ojos y veo una pancita apenas perceptible pero que te proporciona más felicidad de la que imaginabas. Te siento llena de miedo y exultante de alegría. Finjo sorpresa cuando me entregas una caja con patucos para que no sepas que te vi antes- te dejaste la puerta del baño entreabierta- acariciando esa curva, ciñéndote el vestido y comprobando tu perfil. Me haces sentir el hombre más afortunado de este mundo que se va al carajo. Nosotros llegaremos con retraso, tenemos una nueva vida que cuidar. Que nos esperen.

Te imagino a los veintitrés. Me envías un mensaje al móvil. Que vienes a cenar. Que si puedo poner champán a enfriar. Lo tuyo nunca han sido las sorpresas, sé que hoy te daban la última nota de la carrera. Que tenías miedo porque en el último ejercicio la cagaste ajustando la estequiometría de la reacción. Yo no entiendo nada de lo que dices pero asiento poniendo cara de preocupación y esperanza a la vez. Murmuro que claro, que la estequio –lo que sea- es muy importante pero que quizás el profesor no lo tenga en cuenta por ser el último examen.
Lo has conseguido, nena. El champán del supermercado me sabe como debe saber el francés caro.

Me siento especialmente orgulloso de ti a los veinte. Has empezado a colaborar con una asociación de discapacitados del barrio. Empleas tus días de descanso en su ocio. Llevas de excursión a esos chicos en sillas de ruedas y les enseñas canciones. Quién iba a decirme que esos chavales harían brillar tu mirada cuando solo cinco años atrás te escapabas por las noches de casa y volvías a los dos días con el corazón roto, alcohol en la sangre y telarañas en los ojos. Luego pasabas una semana llorando, sin comer y gritando que la vida era una mierda.
Siempre he sido muy torpe pero en esos momentos hice lo que mejor se me da: abrazarte fuerte y mantenerme callado. A mí también me parecía todo una mierda pero sentía que mientras tú estuvieras yo aguantaría. Esperaba que tú pudieras agarrarte a mi abrazo y trepar por él. Te quedaba toda la vida por delante.

Recuerdo cómo lloré una noche cuando tenías ocho años. Habías perdido un libro del colegio y yo te eché una bronca. Aguantaste en silencio, solo se te escapó una lágrima. Te dije que si no te enterabas de que no teníamos dinero. Que yo llevaba meses sin trabajar y que tenías que espabilar. Que comprar un libro nuevo era un lujo que no me podía permitir. Di un puñetazo en la mesa, tiré una silla y te mandé a tu cuarto. Más tarde me llamó tu profesora. Me dijo que eras la única niña de la clase que no tenía mochila y que cargabas resignada todos los días los libros en tus brazos como podías.
Juré que nunca más te faltaría nada. Así fue como me salvaste la vida.

¿Tengo fotos de cuando tenías tres años y coletas rubias? Me moría de la risa con tus balbuceos y tu lengua de trapo. Decías que tenías ziebre cuando estabas malita y te encantaba la canción de cuna de Brahms y Madre Tierra de Chayanne. Y siempre te las apañabas para que te comprara gusanitos aunque estuvieras castigada por no haberte acabado el puré.

Te imagino recién nacida. Colorada como si la vida no tuviera suficiente con tu cuerpecito para abrirse paso y salir a llenar el mundo. Con un llanto desgarrado que anuncia dolor y con una luz en los ojos que ilumina mi noche.

Te imagino, hija. Nunca supe de ti, siquiera que fuiste concebida. Que decidieron que no nacerías.
No pudiste salvarme la vida.