domingo, 29 de enero de 2023
Nacer varón, hacerse hombre
Me doy cuenta de que esta es mi tercera columna para El País. Esto significa que
ya hay confianza, que ya les puedo contar nuestros trapos sucios, las ovejas
negras, lo que barremos debajo de la alfombra. Sin rodeos y sin paños calientes:
tenemos un Ministerio de Igualdad.
Les hablo de España. Donde mi abuela fue
universitaria en la década de los 30 del siglo pasado y donde el Artículo 14 de
la Constitución (1978) reza: “los españoles son iguales ante la ley, sin que
pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo,
religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
La penúltima ocurrencia en la que han decidido despilfarrar nuestros impuestos
tiene como protagonista a Luis Cantero Rada, un cantante –ya fallecido- que
maridaba la copla y el pop y que se hizo popular en nuestras fronteras allá por
los años 70 y 80. Sobre todo en los pueblos de la península donde su estilo, de
pelo en pecho y pantalón apretado color vainilla, levantaba pasiones. El Fary,
como se conocía al castizo intérprete, concedió una entrevista que ha quedado
para la posteridad. En ella acuñaba el término “hombre blandengue” con el que,
profético, advertía: ”El hombre nunca debe blandear. Debe estar en su sitio como
la mujer debe estar en el suyo. […] La mujer necesita ese pedazo de tío ahí. Al
hombre blandengue le detesto. Ese hombre con la bolsa de la compra, el carrito
del niño...”.
Pues bien, el Ministerio de Igualdad ha creado un anuncio
publicitario en el que una voz en off reproduce las palabras de El Fary al
tiempo que vemos escenas cotidianas en las que varones de hoy, debidamente
normalizados, cuidan de sus hijos, se ocupan del hogar o lloran abrazados.
No sabemos qué llevó a Cantero a convertirse en una especie de icono pop patrio. Lo
más probable es que haya sido esa apuesta por una virilidad ruda, tamizada por
su metro y medido de estatura y su hit musical El toro guapo. Aunque también le
habrá ayudado la hilarante foto que publicó una revista, luciendo traje de baño
tipo slip y chanclas, en la piscina de su casa. Fary lampiño, alfeñique. Fary
sujetando, leptosómico y despreocupado, un ejemplar de La zona muerta de Stephen
King y declarando: “soy un monstruo en la cama”. Sin olvidar su papel en una
serie de televisión como taxista cañí y padre de familia.
En todo caso,entendiendo bien todo lo que tiene a favor el personaje para ser elevado a los
altares de la cultura popular española, no entendemos qué terreno ya conquistado
reivindica el Ministerio utilizando unas declaraciones de 1984 en las que el
cantante intuye un futuro amenazante para la masculinidad típica de la época.
He tomado prestado el título de esta columna de un estupendo artículo publicado por
Julio Llorente, el editor de mi libro, en la prensa española (“Los hombres
blandengues”, Alfa&Omega, 22-09-22). Llorente defiende la virtud del término
medio.
La masculinidad que han de construir quienes nacen varones y que no ha de
suponer una elección entre la virilidad y la ternura. Aquella que emula al
caballero de la leyenda artúrica y sabe, al tiempo, desenvainar la espada y
arropar a los hijos. La identificación de la masculinidad como barbarie es
espuria. Desde que la mujer se incorpora al mercado laboral, las tareas del
hogar y el cuidado de la prole se reparten, en la mayoría de casos, como
buenamente se puede, sin necesidad del tutelaje de ningún ministerio. Por aquí,
algunos ayuntamientos de distinto signo político ofrecen talleres de “nuevas
masculinidades” con el objetivo de reeducar a los varones y la toxicidad que,
por defecto, les adjudican.
El ensayista francés Julien Rochedy explica que al rechazar absolutamente todos los códigos masculinos y viriles creemos
deshacernos de la violencia, las violaciones y los comportamientos reprensibles.
Sin embargo, los principios de la masculinidad clásica –hoy llamada tóxica-
permiten transformar comportamientos brutales en comportamientos de
gentilhombres. Suprimiendo el traje del ideal viril y masculino no nos
deshacemos de las peores tendencias masculinas. El asunto no es tanto que los de
Igualdad quieran erigirse como faro moral que da permiso a los hombres para
llorar –en otra ocasión les contaré que este verano produjeron una campaña
recordándonos que las mujeres entradas en carnes podían acudir a la playa- o de
cómo, cual régimen comunista, debemos planificar la vida doméstica. Si abrimos
un poco el plano, no queda más remedio que ver cómo, subrepticiamente, se
pretenden adoptar medidas dirigidas a feminizar la sociedad. Este objetivo queda
perfectamente analizado por otro francés, Éric Zemmour, en su ensayo El primer
sexo (2006).
La sociedad, y a la sazón el Ministerio de Igualdad, conminan
unánimemente a los hombres a revelar la feminidad que guardan en su interior. El
periodista apunta con ironía que a partir de ahí, de manera voluntariosa y
malsana, los hombres hacen todo lo posible para hacer realidad este ambicioso
programa: “convertirse en una mujer como las demás para superar por fin sus
instintos arcaicos”. Se preguntaran cuál es la finalidad de todo esto. Pues
bien, una vez que ya hemos sido aleccionados en la conveniencia de una sociedad
multirracial y multicultural le ha tocado el turno al deseo. El feminismo es una
máquina de fabricar igualdad y, en este caso, realizan el trabajo ideológico de
desnaturalizar la diferencia entre los sexos y presentarla como constructos
culturales. Pero el deseo se basa en la atracción de lo diferente, por tanto, su
aniquilación está servida. Así, se da un nuevo paso en el proyecto de
deconstrucción y posterior construcción de un hombre sin raíces, sin raza, sin
familia y sin fronteras. Sin identidad. Un ciudadano del mundo listo para
obedecer y consumir.
Acabo con mi anécdota favorita: Tras un referéndum interno
del partido socialista francés sobre la Constitución Europea, su secretario
general en aquel momento, François Hollande, declaró que el vacío que sentía,
tras la adrenalina de la campaña, era “como una depresión postparto”. Ahí lo
tienen.
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